EL ÚLTIMO EMPERADOR




EL ÚLTIMO EMPERADOR


Pu-Yi, último emperador de China, fue un personaje inspirador de irrisión más que de odio, que hasta la fecha había construido poco más que una nota historiográfica a pie de página. Desgarbado, miope, timorato y eterno distraído, Pu-Yi no fue ni la sombra de sus antepasados manchúes que alcanzaron en 1644 el pináculo de la dinastía Ming al frente de la caballería manchú y mongol. No es coincidencia que el actor de cine preferido de Pu-Yi fuese el actor-director cómico del cine mudo Harold Lloyd, también miope y torpe sin remisión. El último emperador de China admitió en repetidas ocasiones no sólo que no resistía comparación alguna con sus antepasados, sino que era consciente del desprecio e irrisión que suscitaba en los demás.

A pesar de todo, sobrevivió cumplidamente a los acontecimientos de su país, pues China, a partir del nacimiento de Pu-Yi (1906), conoció pocos períodos de paz hasta 1949, fecha en que el Partido Comunista chino acabó definitivamente con los últimos focos de resistencia del Kuomintang y Chiang Kai-shek huyó a Taiwan. Durante aquellos agitados años, Pu-Yi hubo de capear la pérdida del trono, la expulsión de la Ciudad Prohibida, el exilio, varios atentados, y supo sobrevivir a su denigrante relación con los japoneses, para concluir sus días como un respetable ciudadano de la China comunista, al parecer más en paz consigo mismo que nunca, tras nueve años de “reeducación” en la cárcel.

Semejante historial conlleva no poca inteligencia, decisión y astucia. Quizá haya sido Pu-Yi el último antihéroe, hombre capaz de indescriptibles traiciones para salvar su pellejo, aunque al hilo de la profundización de su personalidad durante mi trabajo de investigación sobre su vida y su época, tengo que admitir que en él el hombre no correspondía únicamente a su apariencia, a aquel dandy decadente que durante su reclusión se avino a rebajarse y adaptarse con extraordinaria rapidez a su condición de preso. Pu-Yi fue alguien también capaz de ganarse respeto de personas como Chu En-lai, que no era en absoluto un mal psicólogo, y, cuando se encontraba de buen humor, sabía, a su manera enrevesada, ser humano y hasta generoso con sus enemigos.

Naturalmente, la franqueza con que admitió sus defectos fue consecuencia en parte del peculiar sistema penal chino, con su énfasis en la “autocrítica” y el arrepentimiento. Sin embargo, en el caso de Pu-Yi, su larga confesión de pecados actuó a modo de catarsis. Tenía muchas culpas de qué responder por su pasado, pero no precisamente la de intolerancia.

Aunque descubrí a propósito de él muchas cosas que me sorprendieron en mis entrevistas con amistades, familiares, ex sirvientes y funcionarios de prisiones, siempre se me resistió una faceta suya inextricable, pues la China promaoísta, aunque ligeramente más tolerante que la tradicional, continúa siendo, con arreglo a los criterios occidentales, un país notablemente puritano. Existe aun hoy día una evidente reticencia a hablar de problemas emocionales propios o ajenos, y los que mejor habían conocido al emperador se mostraron enormemente reacios a dar explicaciones a extranjeros –como era mi caso- sobre su vida erótica.

Ilustra perfectamente esta desconfianza el comportamiento del último eunuco superviviente de la corte imperial de Pu-Yi. Con ocasión de que un descarado periodista francés le preguntara cómo se sentía en su condición de eunuco y si después de la operación había sentido algún deseo sexual, el hombre concluyó drásticamente la entrevista y afirmó que nunca más volvería a hablar con la prensa.

Yo mismo planteé preguntas muy similares, a las que nunca obtuve respuesta. Pu-Yi tuvo dos esposas y tres concubinas oficiales durante su vida, y sin embargo no pude averiguar a través de los que entrevisté en Pekín cuáles habían sido sus verdaderas relaciones emocionales con ellas. En el caso de Elizabeth, su primera esposa, parece deducirse que los encuentros físicos constituyeron una serie de “fracasos” y si la “relación” con su primera concubina fue, al menos en principio, menos desastrosa, ésta le abandonó en seguida, sus últimas concubinas fueron quinceañeras y en cierto momento su atracción por las jovencitas tuvo ribetes de pedofilia.

Por lo que pude saber, no me cabe la menor duda de que Pu-Yi era bisexual y de que en su relación con las mujeres –como él mismo admitió- había algo de sadismo. Pudiera ser que la alienación de su primera esposa y el abandono de su “primera concubina” tenga bastante que ver con su anormal comportamiento.

Sin embargo, todo esto se deduce únicamente de los diarios de los partidarios de Pu-Yi y de su propia autobiografía, muy podada. Hubo muchas ocasiones en que, al instar a íntimos de la época –personas en otros aspectos muy solícitos e incluso locuaces- a que me dijeran más cosas, tuve que maldecir para mis adentros su gran discreción, aunque en cierto modo lo comprendía. Quizá algunos de ellos fueran en su juventud –y en contra de su voluntad- pareja erótica ocasional de Pu-Yi, pero la reserva del carácter chino es tal, que sabía que resultaba inútil esperar que me lo confesaran.

Puede que los puristas juzguen excesivamente deductiva mi interpretación de la conducta adulta de Pu-Yi, insuficientemente corroborada con pruebas, pero debo decir que he intentado relatar su historia con la mayor veracidad y exactitud posibles. No me cabe la menor duda de que Pu-Yi, al cobrar consciencia del grave error cometido al compartir su destino con los japoneses a partir de 1931, experimentó un estado depresivo cada vez más profundo. Una de las formas que su patología adoptó fue el esporádico abuso sádico de adolescentes de ambos sexos, desamparados y llorosos, que durante varios años fueron virtualmente prisioneros suyos en el Palacio de las Tasas de la Sal, en Changchun, la capital de Manchukuo.   

No obstante, aquel emperador títere, de movimientos tan bruscos y torpes como una marioneta de carne y hueso, fue no sólo capaz de actos de bondad, sino igualmente de auténtica dignidad e incluso de valor moral, como lo demuestra su actitud para con el amante de su primera esposa. Consciente en todo momento de su absurda condición, hubo ocasiones en que mostró un auténtico distanciamiento de observador, contemplando sus propias torpezas sin atisbo alguno de complacencia.

Alegaba, cómo no, que a una edad en la que los niños dependen primordialmente del entorno superprotector de la familia y juegan a ser soldados, él se vio catapultado al trono, tratado como un dios viviente y privado de todo auténtico afecto. Sólo en la cárcel, en su condición de recluso, comenzaría a comportarse como un ser humano normal; pero hasta entonces sus relaciones con los que le rodeaban –posiblemente con excepción de su preceptor, Reginald Johnston- se habían desarrollado en un plano totalmente artificial. Pero incluso Johnston idealizaba a su pupilo, y este erudito, escocés por antonomasia, era demasiado convencional y excesivamente impresionable por la real condición de Pu-Yi para haberle podido servir de consejero en su vida privada emocional. Como en otras familias reales, se dio pábulo a la ficción de que entre el emperador y la emperatriz reinaba una perfecta armonía, y el propio Johnston, pese a toda evidencia, contribuyó a ese mito.

Por todo ello, no puede trazarse un retrato de Pu-Yi fielmente tridimensional, y como ninguno de los escasos ancianos supervivientes de la corte del emperador está dispuesto a explayarse sin tapujos, es obligado que persistan ciertas sombras, en particular en lo relativo a la vida privada de su amo.

El inconveniente permitía una escapatoria, y ésta era “ficcionalizar” la historia de Pu-Yi describiendo acontecimientos imaginarios pero verosímiles, como si el autor fuese una insignificante mosca en la pared. Esta técnica siempre me ha irritado en los demás –por lograda que esté no deja de ser un subterfugio- y supe guardarme de la tentación.

Los acontecimientos vividos y protagonizados por Pu-Yi no necesitaban artificio, ni los extraordinarios altibajos de su epopeya tragicómica requerían adornos. Nuestro personaje es alguien que comenzó su vida como un dios-rey medieval, sometido a un ritual cortesano prácticamente inalterado a lo largo de veinte siglos; vivió varias guerras y revoluciones, tanto sociales como industriales, asistió a la transformación de su país en un estado moderno totalitario e incluso a su ingreso en el reducido y selecto grupo de las grandes potencias nucleares.

Hacia el final de su vida, Pu-Yi debió sin duda mirar en retrospectiva con atónita incredulidad. Debió de ser como si una misma persona hubiese abarcado en el transcurso de su vida los cambios que tuvieron lugar en el plazo de tiempo comprendido entre el reinado de Luis XIV y la Francia de De Gaulle, o entre la Inglaterra de los Tudor y la de Margaret Thatcher.

Cuesta creer que sea un personaje de nuestro siglo y que haya muerto, a los sesenta y dos años, hace tan sólo una década.



EDWARD BEHR

Del prólogo © Edward Behr 1987
Traducción Francisco Martín
Editorial Planeta, Barcelona, 1987

                

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