RAJ



RAJ
GITA MEHTA        
Editorial Anagrama Compactos, Barcelona, 1995

Los días anteriores a la puja Dasra, en conmemoración del triunfo del bien sobre el mal, el cuidador de los elefantes recorrió las cuadras dando instrucciones a los artistas que decoraban la piel rugosa de los paquidermos.

La piel gris de Moti desapareció rápidamente bajo los brillantes colores de los tintes vegetales. En torno a sus patas y por debajo de su poderoso pecho se enroscaban cobras, en sus enormes orejas aparecían unos tigres al ataque y en sus ancas se veían correr ciervos. Otros artistas pintaron el elefante de Tikka con una jungla y al animal que iba a arrastrar el carromato purdah de dos pisos de la maharaní y las mujeres, se le adornó con guirnaldas de flores.

La mañana de la puja, Jaya montó en el carromato purdah, desde donde veía perfectamente al mayor Vir Singh con su corcel en cabeza de los lanceros de Balmer. Tikka, en el palanquín de plata de heredero, iba al frente de la fila de elefantes que transportaba al consejo de ministros. En cola del cortejo veía las lanzas y escudos de la guardia de palacio.

Apareció el portapalio llevando el parasol real y el conductor de Moti pinchó la frente del animal con la puya y éste se puso pesadamente en pie. Dos soldados arrimaron apresuradamente una escalera de madera a la derecha del paquidermo y el maharajá Jai Singh se encaminó hacia el cortejo, venciendo con firmes andares el peso de las joyas que caían cual cascada sobre su túnica de brocado.

El mayor Vir Singh desenvainó la espada y el soberano puso un pie en el escalón. El mayor bajó la espada y los cañones del fuerte lanzaron una salva. Jai Singh ascendió el segundo peldaño y los cañones volvieron a tronar. Los cañones retumbaron siete veces en el fuerte hasta que el maharajá se acomodó en el palanquín de oro.

En el silencio que sucedió al rugir de los cañones, el mayor Vir Singh espoleó a su caballo y los lanceros de Balmer le siguieron al trote con las banderolas al viento. El fragor del movimiento de los elefantes quedaba amortiguado por el sordo batir de dos gigantescos tambores nagara del tamaño de un elefante, montados en las puertas externas del fuerte. Hacía once siglos que el sonido de los nagara anunciaba la salida del maharajá y sus tropas al final del ayuno en el fuerte. Ahora aquel profundo batir de los nagara resonaba en las pétreas defensas y se multiplicaba en ecos por las estrechas calles de la capital, amortiguando el traqueteo de las ruedas de madera del carromato purdah sobre las losas de piedra.

El cortejo entró en la ciudad y el sonido de los nagara se perdió entre el griterío del pueblo arrojando caléndulas y rosas a su maharajá desde labrados balcones. La multitud enardecida se apretujaba en las calles. A través de la celosía del purdah, Jaya vio los polícromos regueros de flores machacadas que iban dejando las patas de Moti circundadas de ajorcas de oro.

Jaya entró con su madre en el templo; a través de la sutil tela de la tienda del purdah vio, trabado ante el altar, el carnero del sacrificio de blanca piel sin mácula alguna que lo hiciese indigno a la divinidad. El animal, ajeno a aquel tropel, comía la fruta acumulada sobre pirámides de arroz.

El maharajá Jai Singh se situó de pie ante el altar y los sacerdotes salmodiaron su linaje y títulos. A continuación, desenvainó la espada de Balmer, alzando el brazo para que la reluciente hoja pudiera verse en todo el templo, y los asistentes juntaron las manos mientras el monótono batir de los nagaras sacudía el templo como un pálpito.

Jai Singh abatió de pronto el brazo y la hoja desnuda penetró en la carne, salpicando de sangre las frutas y las hojas de llantén. La multitud prorrumpió en vítores, rápidamente sofocados al ver que Jai Singh se volvía a levantar la espada. En aquel instante interminable, Jaya sintió que el corazón le latía fuertemente acompasando el sonido de los nagaras. El maharajá alzó finalmente el brazo y la cabeza del carnero, con su lengua negra entre los dientes y los ojos desorbitados de espanto, rebotó entre el arroz.

Los sacerdotes se acercaron célebres a colocar sus cuencos de plata en las arterias seccionadas del carnero y en el templo retumbaron los gritos de “¡Victoria a la diosa!”, “¡Victoria al maharajá!”.

Por entre las cortinas de muselina surgió un sacerdote con un cuenco lleno de sangre con la que la maharaní se ungió la frente y luego hizo lo propio con Jaya. Al contacto del caliente líquido, Jaya sintió que se le helaba la sangre en las venas; afuera en el patio la multitud asediaba al sacerdote para mojar su mano en la sangre sacrificial y todo eran rojas salpicaduras.
-          No os preocupéis, Sabih maharaní. El maharajá no alzó dos veces la espada- musitó Kuki-bai.
-          No se ha hecho de un solo tajo –repetía la maharaní como sonámbula-. Por lo tanto, el sacrificio es impío.

Jai Singh volvió sus pasos al templo, empuñando en su mano derecha la espada que goteaba sangre sobre las losas. A Jaya le asustó la expresión de abatimiento de su padre y sus temores crecieron al oír lo que a continuación dijo su madre.
-          El maharajá sabe que el sacrificio ha sido impío. La maldición se abatirá sobre nuestra casa.
En cuanto el cortejo hubo regresado al fuerte, Jaya fue corriendo a buscar a Tikka para decirle el vaticinio de la maharaní.

-          Supersticiones tontas –replicó Tikka, irritado-. Yo no entiendo por qué papá sigue cumpliendo ese sacrificio. ¿Es que no se da cuenta de que vivimos en el siglo veinte? Págs. 88-90. 

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