LA MUERTE DE UN HIJO




«Desarata declara que la pérdida que sufre es un castigo»
(Del Ramayana)




Un día, cuando las lluvias refrescaron la tierra e hicieron que mi corazón se hinchiese de gozo; cuando el sol estival hubo pasado en dirección al Sur, después de abrasar con sus ardientes rayos la tostada tierra; cuando refrigerantes brisas ahuyentaron el calor, y aparecieron gratas nubes; cuando las ranas y los pavoncillos se recreaban y el ciervo parecía embriagado de alegría y todos los seres alados chorreaban agua como si estuvieran anegados, despojándose de su empapado plumaje en las capas de los árboles agitados por los vientos y furiosos chubascos cubrían las montañas hasta que parecían líquidos promontorios y corrían furiosos torrentes de agua por sus vertientes sembradas de piedras sueltas enrojecidas por el mineral hasta tomar los tintes del alba, y serpenteando en su rápido curso; entonces yo, en aquella estación encantadora, anhelando respirar el puro ambiente, lancéme al campo armado de arco y flechas, en busca de caza, por si la casualidad me deparaba, a las márgenes del río, algún elefante, búfalo u otra fiera que acudiese a apagar su sed. Luego, al obscurecer, oí el glú-glú del agua y rápidamente preparé mi arco, y apuntando en dirección al ruido, disparé la saeta. Llegó a mis oídos un grito de agudo dolor lanzado desde aquel sitio; oyóse una voz humana y el hijo de un pobre ermitaño cayó atravesado y desangrándose junto a la corriente.

- ¡Ah! ¿por qué motivo yo, hijo de un inofensivo ermitaño he sido herido? Aquí, a este arroyo solitario vine al obscurecer a llenar de agua mi cántaro. ¿Quién me ha herido? ¿A quién he ofendido? ¡Oh! Duéleme no por mí ni por mi suerte; duéleme por mis padres, ancianos y ciegos que perecerán después de mi muerte. ¡Ay! ¿Cuál será el fin de mis amados progenitores, de quienes era yo guía y sostén? Esta saeta armada de lengüetas ha atravesado mi corazón y el suyo.

Al oír estas voces lastimeras, yo, Dasarata, que no hice jamás daño a ninguna criatura humana vieja o joven, quedé mudo de terror; el arco y las flechas cayeron de mis manos insensibles y me acerqué a aquel sitio horrorizado; allí desmayado, vi al inocente niño del ermitaño tendido en la margen, ensangrentado y retorciéndose en las convulsiones de la agonía, desgreñada la nudosa cabellera, y un cántaro roto a sus pies. Quedéme petrificado y sin poder articular una palabra. Fijó en mí sus dulces ojos, y luego, como queriendo que sus palabras se filtrasen hasta lo más recóndito de mi alma, dijo :

- ¿Acaso te he inferido algún daño ¡oh monarca! que tu mano cruel me ha dado muerte, a mí, hijo de un pobre ermitaño nacido en las selvas? Con una sola saeta has herido a un padre, a una madre y a un niño; mis padres están en casa aguardando mi regreso y alimentarán esta esperanza largo tiempo.

- Vete a ver a mi padre y cuéntale mi desdicha, si su temible maldición no te consume como la llama devora al agostado bosque. ¡Pero antes, por piedad, arráncame el dardo que atraviesa mi corazón y detén la sangre como las márgenes del río detienen el ímpetu de la corriente!

El niño calló y sus ojos se abrieron y cerraron varias veces, y en su agonía retorcíase horriblemente. Entonces saqué la saeta suavemente del costado del pobre niño.

Enloquecido casi por aquel espantoso crimen, cometido inconscientemente, comencé a meditar en los medios para repararlo en cuanto me fuese posible.

Luego, dirigí mis pasos hacia la ermita.

Vi en ella a sus padres, ancianos y ciegos, como dos pajarillos sin alas, desamparados y aguardando el regreso del hijo querido, y para distraer su aburrimiento conversaban tiernamente acerca de él.

Bien pronto oyeron ruido de pisadas y el buen anciano dijo con temblorosa voz:

- ¿Por qué tardase tanto, hijo mío? Vamos; danos a beber un poco de agua. Te has olvidado de nosotros allá en el río; te has entretenido; ven, porque tu madre se aflige por su hijo. Si ella, o yo te hemos disgustado alguna vez o te hemos dirigido alguna frase dura, piensa en el deber de perdonar; olvídala. Tú eres... ¿Pero por qué callas? ¡Habla! Enlazada contigo está la vida de tus padres.

El anciano calló y yo me quedé paralizado, hasta que por fin hice un esfuerzo sobrehumano y con voz temblorosa embargada por la emoción, dije:

- Piadoso y noble ermitaño: yo no soy tu hijo; soy el rey. Andaba errante por la margen del río, armado de arco y flechas, en busca de caza, y herí a tu hijo involuntariamente. No debo narrarte lo demás. Perdóname.

Al oír mis palabras despiadadas, participándole su desventura, quedóse estático un momento; luego, lanzando profundo suspiro y con el rostro bañado por mortal sudor habló y lentamente dijo:

- Si no hubieses venido tú mismo a referirme tu horrorosa historia, el peso de tu culpa te hubiera triturado la cabeza en diez mil fragmentos. Esta desgracia la has causado inconscientemente, ¡oh rey! pues de otra suerte no habría clemencia para ti y toda la raza de los Ragavas hubiera perecido. Condúcenos allí, y por ensangrentado que esté, e inanimado, hemos de mirar a nuestro hijo y abrazarlo por última vez.

Luego, los dos ancianos, llorando amargamente, llegaron al sitio donde yacía el pobre niño y cayeron de rodillas.

Al sentir su contacto, una conmoción intensísima apoderóse del padre, que exclamó :

- Hijo mío, ¿no tienes para mí una sola palabra de consuelo? ¿No me conoces? ¿Por qué yaces aquí, en tierra? ¿Te han ofendido? ¿O ya no soy amado por ti, hijo mío?

Ve ahí a tu madre. Tú fuiste siempre bondadoso y obediente. ¿Por qué no me abrazas? Pronuncia una palabra de ternura. ¿A quién oiré leer ahora el sagrado Sastra durante las primeras horas de la mañana? ¿Quién me traerá ahora las raíces y las frutas que me alimentaban como a un huésped amado? ¿Cómo, débil y ciego, podré yo ser el sostén de tu anciana madre que tanto se afligía por su hijo? Aguarda, no te vayas aún a la mansión de la Muerte; quédate con tu madre un día más; mañana nos iremos juntos contigo hacia el temible camino. Solos y abandonados, y tristes, sin nuestro hijo y sin protector en las selvas, pronto partiremos ambos para la mansión del Rey de la Muerte.

Y llorando amargamente, rogó el responso prescrito por los ritos. Luego, volviéndose humildemente hacia mí, me dirigió estas palabras:

- No tenía más que un hijo y tú me dejaste sin él. Ahora, hiere al padre. No me quejaré de mi muerte. Pero sea tu galardón que la amargura por la pérdida de un hijo te lleve un día a la tumba.




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