LAS FLORES DE LA GUERRA




—Déjalo, vámonos —dijo Yumo dirigiéndose a Hongling.
—¿Por qué tengo que dejarlo? —protestó la otra. Al decirlo, salió a relucir su dialecto materno. Resultó ser de una región muy pobre al norte del río Huai.
—Porque esta gente nos ha acogido en esta ratonera. Porque bastante tienen con aguantar a personas como nosotras.
Porque no estamos teniendo la delicadeza ni el tacto de corresponder a su generosidad. Porque nuestra vida vale menos que la de cualquier persona y muertas no valdremos más que un alma en pena. Porque cualquiera puede pegarnos y humillarnos cuando le plazca —dijo Yumo.
Las niñas enmudecieron. La cara de Fabio reflejaba su desconcierto. Aunque era Fabio el de Yangzhou, aunque podía
hablar y pensar en ese dialecto, fue incapaz de, utilizando la manera de pensar de Yangzhou, traducir correctamente sus palabras. Años más tarde, Shujuan cayó en la cuenta de lo ingeniosa que había sido Yumo a la hora de lanzar sus acusaciones contra las niñas, contra Fabio y contra el resto del
mundo. Para preservar la inocencia y la pureza de las pequeñas y, por tanto, su superioridad, necesitaban asegurarse de que Yumo y las que eran como ella permanecieran siempre como seres inferiores. Cap. II.


 


Cuando el padre Engelmann se puso
en pie frente a la cruz, sus pensamientos
y su consciencia se nublaron de golpe.
Se daba cuenta de que estaba al borde
del colapso, consumido por el
cansancio, el hambre y el desaliento. La
energía que le quedaba apenas era
suficiente para lo que tendría que decir y
hacer a continuación. Era demasiado
cruel. Debía sacrificar unas cuantas
vidas para proteger otras tantas. Serían
sacrificadas porque no eran lo bastante
puras, porque eran vidas de segunda
categoría, inferiores, que no merecían su
protección, ni la de su iglesia, ni la de
Dios. Se veía obligado a hacer esa
elección, enviar al altar de los
sacrificios aquellas vidas impuras de
bajo rango para preservar otras más
puras que merecían mucho más ser
salvadas.
Pero ¿tenía derecho a hacer de Dios
y elegir quién vivía y quién moría?
¿Podía actuar en su lugar y decidir quién
era superior o inferior? Cruzó el patio y
se encaminó hacia la cocina.
Comenzaría su «sentencia» con un
«hijas mías», tal y como había hecho
miles de veces cuando se dirigía a las
estudiantes. ¿Acaso ellas no eran
también hijas suyas? Lo más extraño era
que lo sentía como un impulso, deseaba
de verdad llamarlas «hijas», y no sentía
que fuera a hacerlo de manera artificial
o forzada. ¿Exactamente en qué momento
había cambiado su parecer sobre ellas?
De hecho, no había cambiado del todo,
de lo contrario no las ofrecería como
sacrificio. Seguía sin considerarlas
dignas de respeto, pero ya no las
detestaba.
Quería expresarles el dolor que le
producía que no hubiera otra alternativa
y que si los japoneses se iban a llevar a
alguien, tenía que ser a ellas. Tan sólo
sacrificándolas podía salvar a las niñas.
Les diría: «Hijas mías, sacrificarse uno
mismo en aras de otras personas lleva al
alma al reino de la santidad. Mediante el
sacrificio, os convertiréis en mujeres
santas y puras».
Sin embargo, antes de atravesar la
puerta de la cocina, tuvo la repentina
sensación de que aquellas palabras
sonaban ridículas, totalmente falsas,
hasta el punto de hacerle sentirse
avergonzado.
¿Y qué podría decir en su lugar?

***

Yumo lo miró con indiferencia y
luego desvió su mirada hacia el padre
Engelmann:
—Mis compañeras y yo acabamos
de acordar…
—¿Con quién lo has acordado? —
dijo Yusheng.
Yumo continuó:
—Nos vamos con los japoneses y
las estudiantes se quedan.
El padre Engelmann sintió un gran
alivio nada más oírlo, seguido de un
sentimiento de culpabilidad por ello. Se
despreciaba a sí mismo por su crueldad.

***

Pasados veinte minutos se abrió la
puerta de la cocina y salió un grupo de
muchachitas con vestidos marineros y
birretes negros. Caminaban con la
cabeza ligeramente agachada y el torso
hacia adentro, como si se odiaran a sí
mismas por haber desarrollado pecho en
su cuerpo de vírgenes. Cada una llevaba
bajo el brazo un libro de himnos.
Como Zhao Yumo era la más alta,
caminaba cerrando la fila. El padre
Engelmann se colocó delante y les hizo a
cada una la señal de la cruz a modo de
bendición. Cuando le llegó el turno a
Zhao Yumo, ella sonrió con pudor e hizo
una pequeña reverencia. Su delicadeza y
su ligera sonrisa eran propias de una
estudiante.
El padre Engelmann le dijo a media
voz:
—Acudistéis aquí en busca de
refugio.
—Gracias, padre, por acogernos
entonces. Si no lo hubiera hecho, no sé
qué desgracias habrían caído sobre
mujeres como nosotras ni dónde
estaríamos ahora. Cap. XVII. 



  NOVELA



ZHANG YIMOU (2011) 

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