LAS MONTAÑAS DE BUDA
LAS MONTAÑAS DE BUDA
JAVIER MORO
Editorial Seix
Barral, Barcelona, 2001
En la gélida soledad de la celda, puntuada por el ruido de
órdenes lejanas y por el grito de algún prisionero, le vinieron a la memoria
recuerdos de la infancia… ¡Con qué ansia bebía su hermanito la leche todavía
caliente que ella ordeñaba a los dzomos,
esos simpáticos bovinos mezcla de vaca y de yak! ¡Con qué alegría recibía la
visita de los santones cuando llegaban al campamento transidos de frío,
mendigando algo de comer! Iban casi desnudos, a imagen y semejanza del gran
yogui Milarepa, el asceta de mayor renombre del budismo, capaz de meditar días
enteros en la nieve y los hielos del Himalaya, solamente vestido con un manto
de algodón. Rezaban todo el día y a veces durante la noche. Rezaban por la
prosperidad de la familia, pero también por la liberación de su país y por la
salud del Dalai Lama. Lo hacían frente al altar, escondido para evitar una
delación, que nunca había faltado en el hogar de sus padres, aun en aquellos
años, los peores de la Revolución Cultural. Para Kinsom, que había crecido en
ese ambiente, donde se considera la religión como elemento inseparable del
resto de la vida, aquellos hombres, además de santos, eran verdaderos héroes.
No sólo por haber renunciado al mundo y haber emprendido la senda más difícil,
sino porque habían desafiado la prohibición de llevar una vida religiosa que
los comunistas impusieron en las tres primeras décadas de su dominio sobre el
Tíbet. Después de que los ocupantes concedieran unas mínimas libertades, el
hogar de sus padres empezó a recibir periódicamente la visita de un monje. Iba
a celebrar los días festivos y a hacer ofrendas un par de veces al año. Era
también sanador, siempre dispuesto a aliviar los males de aquella población seminómada.
De su boca Kinsom escuchó por primera vez un relato que quedó grabado para
siempre en su memoria. Era la historia de un príncipe llamado Siddharta que a
la edad de veintinueve años, ya casado y padre de familia, abandonó el palacio
donde vivía desde su nacimiento para ir a la ciudad, donde se topó con un
anciano quebrado por la edad, después con un hombre infectado por la peste y
luego con un cadáver que conducían a la hoguera. Esos tres encuentros,
decisivos en la historia del mundo –la revelación de la vejez, de la enfermedad
y de la muerte, calamidades comunes a todos-, llevaron al príncipe a abandonar
su palacio, su familia y las obligaciones reales que le esperaban. Decidió
consagrar todas sus fuerzas a la búsqueda de una nueva luz que permitiera a los
seres humanos librarse del sufrimiento. El príncipe Siddharta recorrió una
parte de la India, interrogó a hombres sabios y vivió seis años en la montaña
en un ascetismo extremo. En vano. La respuesta la encontró en sí mismo, sentado
a los pies de una higuera. Fue una revelación sobre el misterio de la muerte y
del renacimiento y sobre la supresión del sufrimiento en el mundo. Había
alcanzado la Iluminación, que, más que una idea mística, era como caer en la
cuenta de la realidad última de todo. Se había convertido en Buda.
Es el ideal de todos los tibetanos, y también era el de
Kinsom, que ni siquiera había podido aprender a leer y a escribir porque no
había una sola escuela en quinientos kilómetros a la redonda. Viajar, aprender,
conocer, perfeccionarse… En la soledad de las montañas, poco a poco fue
meditando las enseñanzas del monje y forjando su sueño de futuro. “El Despertar
–le había dicho el monje amigo- no se puede enseñar. Pero el camino que lleva a
esa verdad, sí. Por eso, la enseñanza ocupa un lugar tan importante en la vida
de los budistas”. Así que Kinsom, cansada de pasar días enteros en las
montañas, con la sola compañía de los animales, anunció un día a su familia que
pensaba abrazar la vida religiosa. Págs. 29, 30.
En el discurso de Buda no existe un dios salvador, una
potencia sobrehumana, una promesa de ayuda sobrenatural. A eso no podía
agarrarse Kinsom en la desesperante soledad de su celda. De todas maneras… ¿qué
hubieran podido hacer los dioses? Aunque fuesen protectores misericordiosos, no
habían eximido al mundo del sufrimiento, ni siquiera ellos mismos se habían
librado de él. Sólo existe la lucha del hombre contra el dolor, un combate que
cada uno debe librar en solitario y del cual sólo puede salir vencedor por
medios puramente humanos. La religión que le habían enseñado no contiene
ninguna verdad absoluta, ningún dogma, simplemente era un método de salvación.
Sabía que tenía que luchar para no caer en la estéril desesperanza. Debía
seguir el ejemplo de Buda, que con la sola ayuda de su inteligencia buscó el
camino para suprimir el dolor, elemento indisolublemente ligado a toda
existencia individual. Lo encontró en el ejercicio perseverante y sistemático
de la meditación. Gracias a la fuerza del espíritu, uno puede alcanzar, poco a
poco, su esencia más íntima, siempre inmune al cambio y a la muerte, y que
también es la naturaleza de todo lo demás. Lo que cristianos y judíos llaman
Dios, los hindúes Siva, Brahma y Vishnú, los místicos sufíes la Esencia Oculta,
los budistas lo llaman “naturaleza de buda” . al igual que las demás
religiones, en la esencia del budismo se halla la certidumbre de que existe una
Verdad Fundamental, y de que esta vida es la oportunidad sagrada para evolucionar
y conocerla. Pág. 36
Al finalizar la música, Kinsom levantó su cabeza rasurada,
entrecerró los ojos para que el sol no la deslumbrase, paseó su mirada por los
lamas envueltos en túnicas amarillas superpuestas a las habituales de color
granate, les devolvió la sonrisa y desgranó su profesión de fe budista, la
fórmula de los tres refugios: Tomo refugio en el Buda, la sabiduría; tomo
refugio en el dharma, la doctrina;
tomo refugio en el shanga, la
comunidad de fieles. Pág. 40
Con casi medio kilómetro de longitud, trece pisos, mil
cuartos y salas, estrechos y oscuros pasillos, empinadas escaleras, antiguas
capillas, el Potala parecía más un museo viviente que el hogar de un niño. Sus
habitaciones conservaban miles de valiosos rollos de pergamino, algunos con más
de diez siglos de antigüedad. Cámaras enteras rebosaban de objetos que habían
pertenecido a los primeros reyes del Tíbet, suntuosos regalos de los
emperadores chinos y mongoles, a los que se sumaban los tesoros de los dalai
lamas que les habían sucedido. También se guardaban allí el armamento y las
armaduras utilizados durante los siglos de la historia del país. En sus
bibliotecas reposaban los anales de la cultura y la religión tibetanas, siete
mil enormes volúmenes, algunos de los cuales pesaban veinte kilos. Muchos
habían sido escritos sobre hojas de palma importada de la India. Dos mil
volúmenes de escrituras budistas estaban anotados con tintas de oro y plata,
cobre en polvo, y concha, turquesa y coral molidos, cada línea en un color
diferente. En los sótanos había infinidad de bodegas que almacenaban manteca,
té y tejidos que eran distribuidos por el gobierno entre el ejército, los
monasterios y los funcionarios. Pero lo más impresionante se encontraba en el
centro del palacio. Allí de alineaban las tumbas de todos los dalai lamas que
habían precedido al niño de Takster. Pág 65
Fundado en el siglo XVIII por el octavo Dalai Lama, el
Norbulingka, el Parque de la Joya, había pasado de ser el lugar preferido por
los habitantes de la ciudad para bañarse y merendar a un parque amurallado de
dos kilómetros cuadrados con varios templos y dos palacios. Incluso cuando el
gobierno transfería allí sus actividades en los meses de verano, la atmósfera
era de paz y tranquilidad. Ciervos, pavos reales y faisanes paseaban entre los
pabellones. Los peces de los estanques subían a la superficie en cuanto sentían
acercarse al niño Rey. Los jardineros se afanaban en cuidar los macizos de
flores y plantas exóticas. En el Parque de la Joya, el Dalai Lama pasó los
momentos más felices de su infancia. Influenciado por los números del National Geographic y Life Magazine, publicaciones que
coleccionaba su predecesor, el niño se apasionó por las invenciones modernas.
Según iba creciendo, desmontaba relojes y proyectores de cine y los reconstruía
de memoria. Después les tocó el turno a los dos Austin y al Dodge naranja,
únicos vehículos motorizados en todo Lhasa, que no circulaban desde la muerte
del Gran XIII. Después de repararlos con la ayuda de los dos tibetanos de la
capital que sabían conducir, el Dalai Lama se montaba en ellos, a escondidas, y
circulaba por las alamedas y los jardines, estrellándose de vez en cuando
contra un árbol o una verja, para preocupación de sus tutores y sorpresa de los
sirvientes. También en esa época, e influido por aquellas revistas, se adentró
solo en el estudio la ciudad un montañero austriaco, llamado Heinrich Harrer,
que había escapado de un campo de internamiento británico en la India. Pág. 69
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