TATUAJE




TATUAJE
JUNICHIRÔ TANIZAKI

Seikichi, un joven tatuador japonés, destacaba entre todos los demás por la perfección y delicadeza de sus voluptuosos dibujos excéntricos y sensuales. Sólo las pieles y cuerpos más atractivos tenían acceso a sus agujas, auténticos aguijones expertos en transformar el dolor en arte, de tal manera que cuanto mayor era el sufrimiento infringido mejor resultaba el tatuaje. El sadismo de Seikichi, el turbio placer que sentía provocando el sacrificio de sus clientes, no restaba un ápice a su fama, pero él perseguía la perfección y una obra maestra exigía un lienzo perfecto. Año tras año buscó infructuosamente a la mujer ideal, hasta que al contemplar los pies desnudos de una desconocida comprendió que había logrado su objetivo.

Hubo un tiempo en que los hombres acataban la noble virtud de la frivolidad y la vida no era una dura lucha como lo es hoy. Era una época sosegada, una época en que los profesionales del ingenio podían ganarse perfectamente el sustento manteniendo a los jóvenes ricos o bien nacidos en un inalterable buen humor, o preocupándose de que la risa de las damas de la Corte y de las geishas jamás se apaciguase. En las novelas románticas ilustradas de moda, en el teatro Kabuki, en donde duros héroes masculinos como Sadakuro y Jiraiya eran convertidos en mujeres, por doquier la belleza y la fuerza se confundían. La gente hacía todo lo posible por embellecerse, algunas personas llegaban a hacerse inyectar pigmentos en su piel: ostentosos prodigios de línea y color danzaban sobre los cuerpos de los hombres.
Los visitantes de los barrios del placer en Edo preferían alquilar conductores de rickshaw que estuviesen espléndidamente tatuados; las cortesanas de Yoshiwara y Tatsumi se enamoraban de hombres tatuados. Pág. 7

Un joven especialista del tatuaje era excepcionalmente hábil, el llamado Seikichi. Se le alababa en todo el país como un maestro igual a Charibun o Yatsuhei y la piel de docenas de hombres había servido de seda para su pincel. Pág. 8

Con anterioridad, Seikichi se había ganado la vida como pintor ukiyo-e, en la escuela de Toyokuni y Kunisada. A pesar de su inclinación por el tatuaje, esta formación había determinado su conciencia y su sensibilidad artísticas. Pág. 9

Una mañana, al término de la siguiente primavera, se hallaba en la terraza de bambú de su casa en Kukagawa, contemplando un tiesto de lilas omoto, cuando oyó a alguien en la puerta del jardín. Por la esquina del muro inferior apareció una joven. Había venido para una diligencia de una amiga de Seikichi, una geisha del cercano barrio de Tatsumi. Pág. 16

El sol de la mañana centelleaba sobre le río, haciendo resplandecer el estudio. Los rayos reflejados en el agua dibujaban rizadas olas doradas sobre los biombos corredizos de papel y sobre el rostro de la muchacha, que se había dormido. Seikichi había cerrado las puertas y recogido sus instrumentos de tatuaje, pero por un momento permaneció allí, solo, extasiado, saboreando plenamente su belleza misteriosa. Pensó que jamás se cansaría de contemplar aquella máscara serena. Del mismo modo que los antiguos egipcios adornaros su magnífica tierra con pirámides y esfinges, él estaba a punto de embellecer la piel pura de aquella muchacha. Pág. 26

Silenciosamente, la muchacha asintió e hizo que el kimono se deslizase sobre sus hombros. En aquel momento su espalda maravillosamente tatuada captó un rayo de sol y la araña se enroscó envuelta en llamas. Pág. 33  




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