KIM



KIM

RUDYARD KIPLING    

Editorial Extremadura, Cáceres, 2004





Kim hizo girar el torno registrador de la entrada y el viejo lo siguió. Al entrar, se detuvo en seco, asombrado. En el vestíbulo se hallaban las esculturas grecobudistas más grandes que se conocen, talladas (en tiempos remotos que sólo los sabios conocen) por artesanos ya olvidados cuyas manos, con no poca habilidad, trataban de dar a sus obras el toque griego transmitido de forma tan misteriosa. Había centenares de ellas: frisos con figuras en relieve, fragmentos de estatuas y losas, llenos de figuras, que en otros tiempos habían decorado las paredes de ladrillo de las stupas y viharas budistas del Norte del país y que ahora, debidamente rotuladas tras ser desenterradas, eran el orgullo del Museo. Boquiabierto ante tantas maravillas, el lama iba y venía de una estatua a otra, hasta que por fin se detuvo, embelesado ante un gran altorrelieve que representaba una coronación o apoteosis de Nuestro Señor Buda. El Maestro aparecía sentado sobre un loto, cuyos pétalos estaban tan recortados que daban la impresión de hallarse separados del resto de figuras. Alrededor de Buda, adorándolo por orden jerárquico, había reyes, sabios y budas precursores. A sus pies se extendían las aguas, cubiertas de lotos, con peces y aves acuáticas. Dos dewas con alas de mariposa sostenían una corona sobre su cabeza y sobre esta pareja había otra que servía de punto de apoyo para un parasol rematado por la prenda enjoyada con que el Bodhisat se cubría la cabeza.

¡El Señor! ¡El Señor! ¡Es Sakya Muni en persona! –exclamó el lama, casi sollozando, mientras en voz baja empezaba a recitar la maravillosa invocación budista:


A Él la Senda, la Ley, aparte,

a quien Maya mantuvo bajo su corazón,

Señor de Ananda, el Bodhisat. Pág. 13





El aire fresco de la mañana hacía que el lama avanzase con pasos largos y a la vez reposados, como si fuera un camello. Se hallaba sumido en profundas meditaciones y maquinalmente iba pasando las cuentas de su rosario.

Avanzaban por la descuidada senda vecinal que serpenteaba a través de la llanura, entre los bosquecillos de mangos de follaje verde oscuro. Hacia el Este, débilmente, se divisaban las nevadas cumbres del Himalaya. La India entera estaba trabajando en los campos al son del crujir de las norias, de los gritos de los labradores azuzando a las yuntas de bueyes, y el clamor de los cuervos. Pág. 75





La luz diamantífera del amanecer despertó simultáneamente a hombres, cuervos y bueyes. Kim se incorporó y bostezó, luego se desperezó y empezó a trinar alegremente. Aquello era ver realmente el mundo, vivir la vida que le gustaba, en medio del ir y venir de la gente, del griterío, de hombres que se abrochaban los cinturones y pegaban a los bueyes, mientras crujían las ruedas de los carros y chisporroteaban las hogueras y el aroma de la comida llenaba el aire. A cada momento sus ojos se posaban sobre un nuevo espectáculo que lo llenaba de satisfacción. La neblina matutina se alejó formando una espiral de plata, al tiempo que los loros salían disparados en busca de un lejano río en verdes bandadas que graznaban locamente. Todas las norias de los alrededores se pusieron a trabajar a la vez. La India estaba despierta y Kim se encontraba en medio de ella, más despierto y excitado que nadie, mascando una ramita que más tarde utilizaría a guisa de cepillo de dientes, pues a cada momento adoptaba las costumbres del país que conocía y amaba. No había necesidad de preocuparse por la comida, ni de gastarse un cowrie en los tenderetes abarrotados de compradores. Era el discípulo de un hombre santo del que se había apropiado una anciana de recia voluntad. Otros se encargarían de preparárselo todo y, cuando respetuosamente los invitasen a hacerlo, se sentarían a comer. En cuanto al resto (Kim se rió mientras se limpiaba los dientes), la anfitriona seguramente haría que el viaje resultase más divertido. Cuando los bueyes de la anciana se acercaron gruñendo y resoplando bajo el yugo, Kim los examinó con ojo crítico. Si iban demasiado aprisa, lo que no parecía probable, encontraría un agradable asiento en la lanza del carro. El lama se sentaría al lado del carretero. La escolta, por supuesto, haría el viaje a pie. La anciana, también por supuesto, hablaría por los codos y, a juzgar por lo que ya había oído, a su conversación no le faltaría sal. En aquellos instantes ya estaban dando órdenes, arengas, regañinas y, todo hay que decirlo, maldiciendo a sus sirvientes por perezosos. Págs. 104, 105.





Se produjo entonces una reacción natural.

“Ahora estoy solo, completamente solo –pensó Kim-. ¡En toda la India no hay nadie que esté tan solo como yo! Si muriese hoy mismo, ¿quién daría la noticia… y a quién? Si sigo viviendo y Dios es bueno, pondrán precio a mi cabeza, pues soy un hijo del Amuleto… yo, Kim”.

Muy pocos blancos, pero muchísimos asiáticos son capaces de autogestionarse a fuerza de repetir su nombre una y otra vez, al tiempo que dan rienda suelta a la mente para que se entregue a toda suerte de especulaciones sobre a qué se llama “identidad personal”. A medida que uno se hace mayor, esta facultad suele desaparecer, pero mientras dura es capaz de descender sobre uno en cualquier momento.

¿Quién es Kim… Kim… Kim…? Pág. 259

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