EL ELOGIO DE LA SOMBRA
EL ELOGIO DE LA SOMBRA
JUNICHIRÔ TANIZAKI
Ediciones Siruela, Madrid, 2006
En occidente, el más poderoso aliado de la belleza fue
siempre la luz; en la estética tradicional japonesa lo esencial está en captar
el enigma de la sombra. Lo bello no es una sustancia en sí sino un juego de
claroscuros producido por la yuxtaposición de las diferentes sustancias que va
formando el juego sutil de las modulaciones de la sombra. Lo mismo que una
piedra fosforescente en la oscuridad pierde toda su fascinante sensación de
joya preciosa si fuera expuesta a plena luz, la belleza pierde toda su
existencia si se suprimen los efectos de la sombra. En este ensayo clásico,
escrito en 1933, Junichirô Tanizaki va desarrollando con gran refinamiento esta
idea medular del pensamiento oriental, clave para entender el color de las
lacas, de la tinta o de los trajes del teatro no; para aprender a apreciar el
aspecto antiguo del papel o los reflejos velados en la pátina de los objetos;
para prevenirnos contra todo lo que brilla; para captar la belleza en la llama
vacilante de una lámpara y descubrir el alma de la arquitectura a través de los
grados de opacidad de los materiales y el silencio y la penumbra del espacio
vacío.
Como ignoro todo lo relativo
a la física teórica, en este caso no hago sino dejar correr mi imaginación; en
cuanto a los descubrimientos de orden práctico, si los japoneses hubiéramos
seguido direcciones originales, las repercusiones en nuestra manera de vestir,
de alimentarnos y de vivir, habrían sido sin duda considerables, lo cual es
lógico, pero también lo habrían sido en las estructuras políticas, religiosas,
artísticas y económicas; y se puede fácilmente imaginar, siendo como es
Oriente, que habríamos encontrado soluciones radicalmente diferentes.
He aquí un ejemplo muy
simple. He publicado hace poco en los Bungei-Shunju
un artículo en el que comparaba la estilográfica y el pincel; pues bien,
supongamos que el inventor de la estilográfica hubiera sido un japonés o un
chino de otra época. Es evidente que no habría dotado a su punta de una
plumilla metálica sino de un pincel. Y que lo que habría intentado que bajara
del depósito hasta las cerdas del pincel no sería tinta azul sino algún tipo de
líquido parecido a la tinta china. Por lo tanto, como los papeles de tipo
occidental no sirven para uso del pincel, para responder a la creciente demanda
se tendría que producir una cantidad industrial de papel análogo al papel
japonés, una especie de hanshi
mejorado, y si el papel, la tinta china y el pincel hubieran seguido este
desarrollo, la pluma metálica y la tinta occidental nunca habrían conocido su
auge actual, los partidarios de los caracteres latinos no habrían tenido ningún
eco y los ideogramas o los kana
habrían gozado de un unánime y poderoso favor. Pero esto no es todo: nuestro
pensamiento y nuestra propia literatura no habrían imitado tan servilmente a
Occidente y ¿quién sabe? Probablemente nos habríamos encaminado hacia un mundo
nuevo completamente original. Págs. 23, 24.
Veamos por ejemplo nuestro
cine: difiere del americano tanto como del francés o del alemán, por los juegos
de sombras, por el valor de los contrastes. Así pues, independientemente
incluso de la escenografía o de los temas tratados, la originalidad del genio
nacional se revela ya en la fotografía. Ahora bien, utilizamos los mismos
aparatos, los mismos reveladores químicos, las mismas películas; suponiendo que
hubiéramos elaborado técnica fotográfica totalmente nuestra podríamos
preguntarnos si no se habría adaptado mejor a nuestro color de piel, a nuestro
aspecto, a nuestro clima y a nuestras costumbres. Pág. 26
Si en la casa japonesa el
alero del tejado sobresale tanto es debido al clima, a los materiales de
construcción y a diferentes factores sin duda. A falta, por ejemplo de
ladrillos, cristal y cemento para proteger las paredes contra las ráfagas
laterales de lluvia, ha habido que proyectar el tejado hacia delante de manera
que el japonés, que también hubiera preferido una vivienda clara a una vivienda
oscura, se ha visto obligado a hacer de la necesidad virtud. Pero eso que
generalmente se llama bello no es más que una sublimación de las realidades de
la vida, y así fue como nuestros antepasados, obligados a residir, lo quisieran
o no, en viviendas oscuras, descubrieron un día lo bello en el seno de la
sombra y no tardaron en utilizar la sombra para obtener efectos estéticos.
En realidad, la belleza de
una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de
opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al occidental que lo ve le
sorprende esa desnudez y cree estar tan sólo ante unos muros grises y
desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su
punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de
la sombra. Págs. 44, 45.
A nosotros nos gusta esa
claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en la
superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apenas un último
resto de vida. Pág. 46.
Diríjanse ahora a la estancia
más apartada, al fondo de alguna de esas dilatadas construcciones; los tabiques
móviles y los biombos dorados, colocados en una oscuridad que ninguna luz
exterior consigue traspasar nunca, captan la más extrema claridad del lejano
jardín, del que les separan no sé cuántas salas: ¿no han percibido nunca sus
reflejos, tan irreales como un sueño? Dichos reflejos, parecidos a una línea
del horizonte crepuscular, difunden en la penumbra ambiental una pálida luz
dorada, y dudo que en ningún otro sitio pueda el oro tener una belleza más
sobrecogedora.
Algunas veces, al pasar por
delante, me he vuelto para mirarlos de nuevo una y otra vez; pues bien, a
medida que la visión perpendicular va dando paso la visión lateral, la
superficie del papel dorado se pone a emitir una suave y misteriosa
irradiación. No es un centelleo rápido sino más bien una luz intermitente y
nítida, algo así como la de un gigante cuya faz cambiara de color. A veces, el
polvo de oro que hasta entonces sólo tenía un reflejo atenuado, como
adormecido, justo cuando pasas a su lado se ilumina súbitamente con una
llamarada y te preguntas, atónito, cómo se ha podido condensar tanta luz en un
lugar tan oscuro.
Ahí es donde comprendí por
primera vez las razones que tenían los antiguos para cubrir con oro las
estatuas de sus budas… Págs. 52, 53.
A decir verdad, he escrito
esto porque quería plantear la cuestión de saber si existiría alguna vía, por
ejemplo, en la literatura o en las artes, con la que se pudieran compensar los
desperfectos. En lo que a mí respecta, me gustaría resucitar, al menos en el
ámbito de la literatura, ese universo de sombras que estamos disipando… Me
gustaría ampliar el alero de ese edificio llamado “literatura”, oscurecer sus
paredes, hundir en la sombra lo que resulta demasiado visible y despojar su
interior de cualquier adorno superfluo. No pretendo que haya que hacer lo mismo
en todas las casas. Pero no estaría mal, creo yo, que quedase aunque sólo una
de ese tipo. Y para ver cuál puede ser el resultado, voy a apagar mi lámpara eléctrica.
Págs. 94, 95.
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