EL CANTERO



Había una vez en el Japón un pobre hombre, simple obrero en las canteras. Su tarea era ruda, ganaba poco y no estaba contento con su suerte.

—¡Oh, si pudiese yo solamente ser algún día bastante rico para reposar sobre altas esteras, envuelto en un crujiente manto de seda...!

Así se quejó un día a los cielos. Y le concedieron ser rico, y descansaba sobre altos tapices, envuelto en suaves mantos de seda.

Acertó a pasar el emperador. Iba precedido de exploradores a pie y a caballo, y seguido de una brillante escolta de caballeros y rodeado de gentes que sostenían sobre su cabeza un parasol dorado resplandeciente.

—¿De qué me sirve ser rico, murmuró el cantero, si no tengo derecho a salir con una escolta y proteger mi cabeza con un parasol de oro? ¿Por qué no soy emperador?

—Lo serás—dijo el genio.

Y en efecto, fue emperador. Llevaba una escolta de caballeros delante y detrás de sí, y gentes que sostenían sobre su cabeza un gran parasol de oro.

El Sol, sin embargo, desecaba las campiñas con sus ardientes rayos, y el polvoriento camino reflejaba su brillo y lastimaba sus ojos.

—He aquí las ventajas de ser emperador—dijo éste; hay que sufrir que el Sol nos agobie todo el día con su fuego. Si fuese el Sol, ¡qué dicha!...

—Mira, ¿estás contento?—le dijo el genio después de convertirlo en el Sol.

Aquel Sol lanzaba sus rayos a derecha e izquierda, por todos lados en torno suyo. Quemaba las hierbas de la tierra y la faz de los príncipes de ella.

Con todo, una nube vino a interponerse entre él y la Tierra, rechazando sus rayos e impidiendo que llegasen a ésta.

—Conque sí —exclamó el Sol, —¿conque una nube es, pues, capaz de resistir mi poder? Entonces, más valía ser nube.

—¡Que sea!—dijo el genio.

Y la transformación se operó inmediatamente, y la nueva nube se coló altiva entre el Sol y la Tierra y se complació en interceptar sus rayos, de modo que la tierra reverdecía a su sombra.

Después hizo caer algunas gotas de agua sobre los campos y luego aguaceros y trombas, de tal modo, que los torrentes se desbordaron y los ríos se esparcieron en las campiñas y las devastaron. Ya nada resistía a la fuerza de la inundación; sólo una roca, perfectamente inmóvil, la dominaba. En vano los torrentes mugidores la azotaban con furor, la roca no se movía, y las olas espumosas morían a sus pies.

Entonces dijo la nube:

—Si una roca me impone la ley, más valía estar en su lugar.

—Vas a estarlo— le dijo el genio.

Y he allí a la nube transformada en roca dura, inquebrantable, insensible a los rayos del Sol, indiferente a los torrentes de las lluvias y al choque de las olas tumultuosas.

Sin embargo, distingue a sus pies a un hombre de pobre apariencia, mal vestido, pero armado de una pica y un martillo; y aquel hombre, por medio de sus instrumentos, le quita, golpe a golpe, gruesos trozos de piedra, que labra en seguida.

—¿Qué es esto?—exclamó la roca. —¿Tiene un hombre poder para arrancar trozos de piedra de mi seno? ¿Sería yo más débil que él? Entonces, es de todo punto preciso que vuelva a ser hombre.

—Que se haga tu voluntad—dijo el genio.

Y volvió a ser, como antes, un simple obrero en las canteras. Su tarea era ruda, ganaba poco; pero estaba contento con su suerte.


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