LA LEYENDA DEL AMOR




Un día, cuando el Dios de los dioses se sintió satisfecho de su obra y quiso descansar sobre su trono, asentado en la bóveda celeste, antes de hacerlo dirigió una mirada a la tierra donde en un oasis magnífico y sobre espléndido lecho de flores, dormía una mujer hermosa sobre toda ponderación, y con gracias tales y tantas, que de haberla podido contemplar un mortal, hubiérase sentido deslumbrado, absorto el espíritu y en suspenso los sentidos.

El Dios de los dioses, al mirar a tan divina criatura, sonrió satisfecho: era su obra y se recreaba en ella.

-Nada le falta, -se dijo, y de nuevo se puso a contemplarla con delicia.

De improviso, y a medida que más resplandecía de maravillosa hermosura el rostro de la mujer, se obscureció el del Gran Ser, como si el Dios de los dioses agitase una idea gigantesca.

-Su cuerpo es perfecto con todas las perfecciones- añadió luego; - su alma es más bella que su cuerpo; sus sentidos completan su belleza física y espiritual, y, sin embargo, a esa criatura le falta algo... esa criatura tal como es y existe, vivirá siempre poco menos que en eterno sueño, porque vivirá sin goces y sin sufrimiento; no conocerá lo que es el dolor, pero tampoco conocerá el placer; su existencia, esa vida que yo le he infundido con mi poderoso aliento, de poco le servirá, resultará casi estéril, y mi obra predilecta, la obra en que yo más me recreo, habrá quedado incompleta. ... ¡Oh! sí, le falta algo.

Otra vez el Dios de los dioses quedóse pensativo, buscando forma a su idea grandiosa.

Pero fue por breve tiempo: una sonrisa que iluminaba como todos los soles juntos, brilló en su augusta faz: -¡Ah, sí, le faltaba algo! ¡Le faltaba el amor! Desde ahora, el amor será la vida de la vida.

Y con su poder infinito, haciendo uso de su omnipotencia, en un solo instante, mucho más breve que los instantes del tiempo, creó otro ser hermoso, le dio forma, le dotó de alma, le dotó de belleza e infundió en sus sentidos una sensibilidad exquisita.

Luego le mostró el oasis, y poniéndole en posesión de él, le hizo ver y admirar a la hermosa mujer que sería su compañera y con él dueña de aquel edén incomparable.

El nuevo ser se contempló a sí mismo y se encontró lleno de perfecciones extraordinarias; se movió agitando sus miembros y los encontró vigorosos y flexibles; un calor intenso, pero dulce, se extendía por sus venas; su pecho se dilataba a impulsos de un afán irresistible; su corazón latía fuertemente, mientras que, impulsado por una atracción poderosa, dirigía su vista a su compañera, que, no lejos de él, dormía envuelta en luz y resplandor y exhalando aromas que embriagaban.

Dirigió sus pasos hacia la radiante criatura, se acercó a ella, se inclinó y se puso a contemplarla con delicia, con ansiedad, tembloroso, extendiendo las manos que, por fin, tocaron aquel cuerpo que resplandecía doblemente a medida que sentía su contacto.

Se aproximó aún más, se arrodilló... recorrió, palpando con fuerza y deleite aquellas soberbias formas, se estremeció violentamente y comenzó a gemir.

La mujer se despertó, abrió dulce y lentamente los ojos y cuando junto a ella, en aquella actitud de adoración, sintiéndola, vió a aquel ser desconocido que tanto se le asemejaba, no se sorprendió; antes bien, como si le esperara o su presencia respondiese a la realidad de un sueño, momentos antes saboreado, se puso a su vez a contemplar a su compañero con celestial sonrisa, con éxtasis, con amor, incorporándose suavemente, tendiéndole los brazos que buscaban otros brazos, y ofreciéndole la fresca boca, que buscaba otra boca donde beber el licor de la dicha.

También la hermosa mujer gimió, y también empezó a tocar anhelante y con sin igual placer las turgentes formas de su compañero. Este, acercando sus labios gruesos y húmedos a su oreja que parecía de nácar y rosa, murmuró una palabra; ella, posando su boca en la de su compañero, le imprimió un beso de fuego.

Los dos gimieron de nuevo; luego desfallecieron; por fin, se unieron, refundiendo en una aquellas dos existencias que, desde entonces, caminarían juntas.

***

Entretanto, el oasis se inundaba de luz más brillante, se oían armonías embelesadoras y el Dios de los dioses, completada ya su obra, descansaba sobre su altísimo y divino trono, enviando a la tierra una sonrisa de satisfacción

TEN-HIAN

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